
Montserrat Espinar, Primer Premio con su obra “Asesinato”
Y mi experiencia fue…
El escritor Andrés Trapiello entregó el galardón en la ceremonia del certamen Villa de Mazarrón y el vino de honor, al finalizar el acto, congregó a centenares de personas con las que compartí conversaciones enriquecedoras y agradecidas.
Fragmento relato ganador XXXII Villa de Mazarrón.
Manuel desenfundó el arma y disparó. Allí quedó el joven tendido, boca arriba, con los ojos entreabiertos y una ligera sonrisa en los labios. La muerte le sobrevino cuando había recuperado la ilusión, cuando había descubierto el placer que ofrece la risa, cuando había acariciado el amor más esperado.
La casa de mi hermano era grande, pero el disparo fue capaz de llegar a cada rincón, el proyectil ondeó el macabro reclamo de su presencia, como si antes de perforar el cuerpo de aquel pobre hombre se hubiera parado en el aire recogido en un trágico rechinar. Todos los empleados acudieron al señuelo. Lo supe porque un trotar de zapatos recorrió la escalera principal, hasta llegar al dormitorio. Yo estaba leyendo en la biblioteca y, durante unos segundos, contuve la respiración. Fue una parálisis involuntaria, como si conteniendo mi fluir natural, también fuera capaz de detener lo sucedido; sí, aquel disparo me llenó de miedo y no supe reaccionar.
Aparté el libro en una esquina de la mesa, dejé las gafas encima y acudí tras las voces y los gritos. Caminé como deambulando por una casa que conocía a la perfección; caminé como descubriendo con recelo cada estancia por la que pasaba; caminé y llegué. Contemplé la escena desde el quicio de la puerta. El servicio se agolpaba arremolinado, las mujeres gritaban espantadas y mi hermano temblaba sin ser capaz de dejar la pistola en ningún lugar. Dolores, mi cuñada, lloraba con la cara del joven entre sus manos, lloraba y le besaba las mejillas, lloraba y moría junto a él.
Todo comenzó hace dos meses. Dolores siempre fue una mujer melancólica, de ojos almendrados y caídos, como si el peso de una pena estirara de ellos, como si ellos fueran, ya, la propia tristeza. Incluso de joven, cuando se casaron hace más de veinte años. Esa pose taciturna, siempre doliente. Ella era la hija del señor Antonio, el dueño de la imprenta donde trabajaba mi hermano. El señor Antonio, gracias a la imprenta y a innumerables años de trabajo, había acumulado un inmenso patrimonio. Manuel comenzó a trabajar con él desde bien joven, quizá aún no había cumplido los diecisiete años cuando manejaba con destreza las tres máquinas del taller, cuando despuntaba en el innovador arte de la serigrafía, cuando ya había impregnado sobre su piel, el singular aroma a papel y tinta.

Deja un comentario